Divorcio público-privado

El nuevo año nos trae un par de noticias que nos sirven para hacer una reflexión sobre un asunto que venimos sintiendo desde hace tiempo: la cada vez mayor distancia que existe entre el mundo en que vive (o cree vivir) el sector público, y aquel en que vive (o más bien padece) el sector privado.

Por una parte el BOE destaca hoy que, solamente en un año, más de 50 cincuenta establecimientos de hostelería de Carballo han cambiado de titular. Cierto es que nuestro concello ostenta un record casi mundial de bares por habitante, pero aún así el dato es ciertamente revelador. Y aún más revelador es que los empresarios del sector achacan estas dificultades a las exigencias fiscales y a los grandes gastos que las distintas legislaciones les obligan a realizar, gastos que se han más que duplicado en los últimos 10 años. Y gastos que lógicamente provienen, o mejor dicho son impuestos, desde un sector público que después se dedica a vender como favores unas desgravaciones de un 5%, o que piensa que organizando cursillos y congresos de fomento empresarial está contribuyendo al desarrollo económico. Como si desde una sala de reuniones y tras unas charlas de un par de horas se pudiesen cuadrar los balances por arte de magia.

Y por otra parte también hoy nos enteramos de que el concurso que el bipartito había abierto para mejorar la eficiencia energética y reducir la factura del Concello ha quedado desierto. Y la noticia es que ya era el segundo intento después de quedar también desierto el primero. En la primera ocasión se convocó de forma pública, y aunque se presentaron dos ofertas, la seleccionada finalmente no presentó la garantía. Lo grave es que en esta segunda ocasión se trató de un procedimiento negociado, en el que el Concello seleccionó arbitrariamente y habló directamente con cuatro empresas. Pero a la hora de echar números y presentar ofertas, a ninguna de ellas le encajaron las cuentas y no se presentó ni una sola. Lo cierto es que el asunto tiene delito, y una vez más evidencia que los políticos viven en un mundo de fábula, donde todo es “sustentable”, donde todo es posible solo con imaginarlo, y donde los discursos, las conferencias y las declaraciones de intenciones sustituyen a la dura realidad; mientras, los ciudadanos y las empresas privadas tienen que vivir en un mundo real donde hay que pagar una infinidad de facturas, atender un ciento de impuestos, vigilar el cumplimiento de un galimatías de leyes, y donde, antes de hacer las cosas, hay que hacer cuentas para comprobar que, tristemente, muchas veces no salen.